jueves, 15 de enero de 2009

En junio de 1984, participé con los enfermos en la peregrinación ; usaba sombrilla para todos mis desplazamientos fuera de casa. Era mi sexta peregrinación.
Se me hizo patente un pasaje evangélico, el de la curación de la mujer hemorroísa, en el evangelio de Marcos, tenía algo que entender por mí misma.¿Por qué esta mujer que sólo toca el borde del manto de Jesús fue curada mientras que no llegaba nada a las personas que rodeaban a Jesús y le apretujaban por todas partes? Releí varias veces el texto y por fin comprendí la fe de esta mujer, su deseo de acabar con la enfermedad, con el sufrimiento físico y moral, con la exclusión… Su fe en Jesús, su confianza sin límites, le dieron la audacia de vencer las dificultades, de aproximarse a Jesús, de tocar su manto, es decir de pedirle a través de este gesto que la sanara.
Me di cuenta de que regresaba y que nunca había pedido para mí misma. Cada vez, había rezado por los demás y pedido fuerza espiritual, pero nunca había rezado para pedir mi curación física. Entonces le dije : “Ves que vuelvo y nunca te he pedido mi curación. Ahora estoy preparada, pide a tu Hijo que me cure, si es su voluntad”.
No pasó nada especial: me levanté

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